Los coches fúnebres hacen cola en frente del cementerio de Bergamo. Esta imagen, mejor que ninguna otra, nos enseña la crudeza de la realidad. No se puede dejar ni una flor. Ni siquiera han podido acompañarlos hacia el final. Se han muerto solos, lúcidos, ahogándose lentamente.

Desde las ventanas, en horarios establecidos, la gente grita, canta, golpea las cacerolas y se reúne con un espíritu nacionalista evocado por políticos y medios de comunicación. “Todo irá bien. Lo conseguiremos”.
El gobierno, con edictos que se han sucedido a un ritmo frenético, ha suspendido toda posibilidad de debate junto con la tenue confrontación democrática, y el exhaustivo ritual de la democracia representativa que nos ha reclutado a todos.

Los que no obedezcan son “untori” [Es un término despectivo para llamar a los infectados. De esta forma se les llamaban a los que, durante la peste en Milán (1630) fueron sospechados de difundir el contagio voluntariamente tocando cosas y personas.  Durante todo ese tiempo fueron perseguidos por su “maldad”], criminales, locos.

Entendámonos. Cada uno de nosotros es responsable por sus actos. Nosotros, los anarquistas, lo sabemos bien: para nosotros la responsabilidad individual de la propia actuación es el eje de una sociedad de libres e iguales.

Cuidar de los más débiles, de los mayores, de quién, más que los demás, arriesga su vida, es un deber del que somos especialmente conscientes. Siempre. Hoy más que nunca.

Un deber igualmente importante es decir la verdad, esa verdad que, encerrados en casa, sentados delante de la tele, nunca vemos. Aunque esté, en gran medida, bajo los ojos de todos.
Los que buscan una verdad escondida, una oscura conspiración de su malvado favorito, cierran los ojos ante la realidad, porque los que los abren luchan para cambiar el orden de un mundo injusto, violento, liberticida, asesino.

Cada día, incluido el día de hoy, mientras la gente enferma y muere, el gobierno italiano desperdicia 70 millones de euros en gastos militares. Con los 70 millones gastados, en un solo día de entre los 366 que completan este año bisiesto, se podrían construir y equipar seis hospitales nuevos y aún quedarían billetes para mascarillas, laboratorios, análisis, pruebas, para hacer un verdadero traje.

Un respirador cuesta 4.000 euros, por lo tanto, se podrían comprar cada día 17.500 respiradores. Muchos más de los que se necesitarían ahora mismo.

En los últimos años todos los gobiernos que se han sucedido han recortado constantemente gastos en sanidad, para la prevención, para la vida de todos nosotros. El año pasado, según las estadísticas, por primera vez en años, la esperanza de vida se ha reducido.

Teniendo que pagar el alquiler, la comida y el transporte público, a muchos no les queda suficiente dinero para pagar las medicinas, las consultas médicas y los servicios especializados.

Han cerrado los hospitales pequeños, reducido el número de médicos y enfermeros, han recortado en el número de camas, obligando a los trabajadores de la sanidad a hacer horas extras para intentar llenar todos los huecos.

Hoy, con la epidemia, ya no hay colas en las ventanillas, ya no hay listas de espera que duren meses e incluso años para una investigación diagnóstica: han cancelado visitas y pruebas. Se harán cuando termine la epidemia. ¿Cuánta gente caerá enferma y morirá a causa de cánceres diagnosticables y curables?

¿Cuánta gente tendrá qué ver cómo sus patologías se agravan?

¿Y todo por el hecho de haber puesto en cuarentena lo que quedaba de sanidad pública?

Mientras tanto las clínicas y los ambulatorios privados hacen alguna jugada publicitaria y multiplican sus ganancias, porque los ricos nunca se quedan sin tratamiento.

Por eso el gobierno nos quiere en los balcones cantando: “Siam pronti alla morte, l’Italia chiamó”

[“Estamos listos para la muerte, Italia llamó” Esta es una frase del himno italiano “Fratelli d’Italia”, escrito por Mameli en 1847.]

Nos quieren callados y obedientes, como buenos soldados, carne de cañón sacrificable. Quién sobrevive será inmune y más fuerte. Al menos hasta la próxima pandemia.

Por eso desde nuestros balcones, en las paredes de las ciudades, en las colas para la compra, decimos, en voz alta, a pesar de la mascarilla, que estamos frente a una masacre de Estado. ¿Cuántos muertos nos podríamos haber ahorrado si los gobiernos de estos años hubiesen tomado iniciativas de protección de nuestra salud? No ha sido un error, sino una decisión criminal.

Los infectólogos nos han avisado del riesgo de la posibilidad de una pandemia grave durante años. Han sido gritos al vacío.

La lógica de las ganancias no permite fallas. Cuando todo haya terminado las industrias farmacéuticas que no invierten en prevención harán negocio. Se aprovecharán de las medicinas descubiertas por diversos investigadores que trabajan para la comunidad. No lo hacen para enriquecer quien ya es rico.

Nos habían acostumbrado a creer que somos inmunes a las pestes que afectan a los pobres, a los que no tienen medios para defenderse, a los que ni siquiera tienen acceso a agua potable. Dengue, ébola, malaria, tuberculosis eran las enfermedades de los pobres, de las poblaciones “atrasadas”, “subdesarrolladas”.

Luego, un día, el virus se ha embarcado en business class y ha alcanzado el corazón económico de Italia. Y nada ha vuelto a ser como antes.

Sin embargo, no ha sido de repente. Los medios de comunicación, los expertos y el gobierno nos han contado que la enfermedad solo mata a los mayores, a los enfermos, a los que ya tienen otras patologías. Nada nuevo. Es algo normal: no hace falta estar titulado en medicina para saberlo.

Entonces todos los demás han pensado que como mucho habrían tenido otra gripe más.

Esta información criminal ha llenado las plazas, los aperitivos, las fiestas. No por eso disminuye la responsabilidad individual, que también pasa por la capacidad de informarse y entender, pero quita un poco de ese aire de santidad que el gobierno está tratando de llevar, para salir indemne de la crisis. ¿Y quién sabe? Quizás incluso más fuerte.

Nos cuentan que nuestra casa es el único lugar seguro. No es cierto. Los trabajadores que cada día tienen que salir para ir a las fábricas, vuelven a casa cada día, a pesar de los sobornos ofrecidos por Confindustria a los sindicatos de estado, sin haber trabajado con una verdadera protección.

Ahí hay familiares mayores, niños, personas frágiles.

Solo una pequeña parte de los que salen para hacer la compra o para tomar un poco de aire tienen protecciones: mascarillas, guantes, desinfectantes, productos que ya no están disponibles ni en los hospitales.
El gobierno afirma que las protecciones no sirven a quien está sano: es mentira. Lo que dicen sobre la difusión del virus lo niega de manera clarísima. La verdad es otra: después de dos meses desde que empezó la epidemia en Italia, el gobierno no ha comprado ni repartido las protecciones necesarias para bloquear la difusión de la enfermedad.

Son demasiado caras. En Piemonte los médicos de cabecera hablan por teléfono con las personas que tienen fiebre, tos y dolor de garganta pidiéndoles que tomen analgésicos antipiréticos y que se queden en casa durante cinco días. Solo si empeoran ingresarán entonces al hospital. A nadie le hacen las pruebas. Quien vive con personas enfermas se encuentra en una trampa: no puede dejar solo a quien sufre y necesita ayuda, sin embargo, corre el riesgo de contagiarse si la infección respiratoria es a causa del coronavirus.

¿Cuántos se habrán infectado inconscientemente, extendiendo la enfermedad al salir sin la protección adecuada?

Los arrestos domiciliarios no nos salvarán de la epidemia. Puede que contribuyan a retrasar la difusión del virus, pero no lograrán pararla.

La epidemia se convierte en una ocasión para imponer condiciones de trabajo, que permiten a las empresas gastar menos y ganar más. Los edictos de Conte han incorporado el smart working donde sea posible. Las empresas sacan ventaja de esto para imponérselo a sus dependientes: se está en casa y se trabaja por internet. El teletrabajo está regulado por una ley de 2017 según la cual las empresas pueden proponerlo, pero no imponerlo a los dependientes. Por lo tanto, debería estar sujeto a un acuerdo que dé a los trabajadores garantías sobre los horarios, las formas de control, el derecho a la cobertura de los gastos de conexión y el seguro en caso de accidente.

Hoy, después del decreto emitido por el gobierno Conte para hacer frente a la epidemia de Covid 19, las empresas pueden obligar al smart working sin acuerdos ni garantías para los trabajadores que deben estar incluso agradecidos por la posibilidad de quedarse en casa. La epidemia se hace entonces excusa para la imposición sin resistencia alguna de nuevas formas de explotación.

Para los trabajadores conformes se establecerán paros técnicos y fondos complementarios, para los temporales, los números de IVA y para los parasubordinados no habrá garantías, solo alguna migaja. Quien no trabaja no tiene ningún ingreso.

El que se atreva a criticar la situación, a contar verdades «desagradables», es amenazado, reprimido, callado. Ningún medio de comunicación dominante ha hablado de la denuncia de los abogados de la asociación de enfermeros, una institución que no tiene nada de subversivo. Enfermeros y enfermeras descritos como héroes y heroínas, pero solo si enferman y se mueren en silencio, sin contarle a nadie lo que pasa en los hospitales. Los enfermeros que cuentan la verdad son amenazados de despido. A los que se contagian no se le es reconocido como accidente porque el establecimiento hospitalario no está obligado a pagar las indemnizaciones a los que cada día trabajan sin protecciones o con protecciones insuficientes.

La independencia de las mujeres se ve amenazada por la gestión gubernamental de la epidemia del Covid 19. El cuidado de los niños que se quedan en casa porque las escuelas están cerradas, los mayores en riesgo, los discapacitados recaen encima de los hombros de las mujeres, ya reventadas por la precariedad de las condiciones de trabajo.

Mientras tanto en silencio, en las casas transformadas en domicilios obligados, se multiplican los feminicidios.

Sumergidos por el atronador silencio de la mayoría, 15 presos han muerto durante los motines en las cárceles. De su muerte no se ha filtrado nada, excepto lo que dice la policía. Algunos, ya en graves condiciones, no han sido trasladados al hospital, sino cargados en las camionetas de la policía penitenciaria y llevados a morir en cárceles a cientos de kilómetros de distancia. Una masacre, es una masacre de Estado.

Los demás han sido llevados a otros lugares. Las cárceles están a rebosar, a los detenidos no se les garantiza ni salud ni dignidad, incluso en condiciones de “normalidad”, siempre que sea normal encerrar a las personas detrás de las rejas. Para protegerlos el gobierno no ha tenido otra idea mejor que suspender las visitas con los familiares, mientras cada día los guardias pueden entrar y salir. La revuelta de los detenidos ha estallado frente al riesgo concreto de la difusión del contagio en lugares donde el hacinamiento es lo normal. La policía ha denunciado y cargado contra quién ha apoyado las luchas de los presos. La represión, teniendo como cómplices las medidas contenidas en los edictos del gobierno, ha sido durísima. En Turín han impedido una simple campaña de concienciación de algunos solidarios junto a los familiares de los detenidos, colocada en la entrada de la prisión, desplegando las tropas delante de cada acceso a los caminos limítrofes a la cárcel de las “Vallette”.

Los trabajadores que han hecho huelgas espontáneas en contra del riesgo de contagio han sido denunciados también por haber infringido los edictos del gobierno al manifestarse en la calle por sus propios derechos de salud.

Nada tiene que parar la producción, aunque sean producciones que podrían interrumpirse sin alguna consecuencia por la vida de todos nosotros. La lógica del beneficio, de la producción está antes de todo.

El gobierno tiene miedo de que después de la revuelta en las cárceles, se puedan abrir más frentes de lucha social. De ahí el control obsesivo por parte de la policía, el uso del ejército, al que, por primera vez son atribuidas funciones de orden público y no solo de ayuda a las distintas fuerzas policiales. Los militares se tornan en policía: el proceso de ósmosis empezado hace algunas décadas, finalmente se cumple. La guerra no se para. Misiones militares, prácticas militares y campos de tiro siguen muy bien. Es la guerra a los pobres en los tiempos de Covid 19.

El gobierno ha prohibido toda forma de manifestación pública y toda reunión política.

Arriesgar la vida para el patrón es un deber social, cultural y toda acción política, en su contra, es considerada actividad criminal.

Es el intento, no muy oculto, de impedir cada forma de confrontación, discusión, lucha, construcción de redes solidarias que permitan realmente apoyar a quien se encuentra en mayor dificultad.

La democracia tiene pies de arcilla. La ilusión democrática se ha derretido como nieve al sol delante de la epidemia. Se aceptan con entusiasmo disposiciones ex cathedra del presidente del consejo: ningún debate, ninguna transición del templo de la democracia representativa, simplemente el edicto. Quienes no lo respeten son definidos “untori”, asesinos, criminales y no merecen piedad.

Así los verdaderos responsables, los que recortan la sanidad y multiplican los gastos militares, los que no garantizan las mascarillas ni a los enfermeros, los que militarizan todo, pero no hacen las pruebas porque “cuestan 100 euros” se firman la absolución con la satisfacción de los prisioneros del miedo.

El miedo es humano. No tenemos que avergonzarnos, pero tampoco tenemos que permitir a los empresarios políticos del miedo su uso para obtener el consentimiento de políticas criminales.

Nosotros hemos luchado para impedir que cerrasen los hospitales más pequeños, que cerrasen centros sanitarios importantes para todos. Estábamos en la calle al lado de los trabajadores del Valdese, del Oftalmico, del Maria Adelaide, del hospital de Susa y de muchos otros sitios de nuestra provincia.

En noviembre estábamos en las calles para cuestionar la feria del mercado de la industria aeroespacial de guerra (Aerospace and Defence Meeting). Nosotros luchamos cada día en contra del militarismo y de los gastos de guerra. Nosotros estamos en los senderos de la lucha No TAV, porque con un metro de TAV se pagan 1000 horas de terapia intensiva.

Nosotros hoy estamos al lado de los que no quieren morir en la cárcel, de los trabajadores denunciados y contra los cuales la policía ha cargado porque se quejaban por la falta de protección contra la difusión del virus. Estamos al lado de los enfermeros y las enfermeras que trabajan sin protección y arriesgan su propio trabajo contando lo que pasa en los hospitales.

Hoy gran parte de los movimientos de oposición política y social se callan, incapaces de reaccionar, aplastados por la presión moral que criminaliza quien no acepta sin discutir la situación de creciente peligro provocada por las elecciones generales de ayer y de hoy

Reducir los movimientos y los contactos es razonable, pero es aún más razonable luchar para poder hacerlo con seguridad. Debemos encontrar lugares y maneras para luchar en contra de la violencia de quien nos encarcela porque no sabe y no quiere protegernos.

Como anarquistas sabemos que la libertad, la solidaridad, la igualdad en nuestros miles diversidades se obtienen con la lucha, no se delega a nadie y mucho menos a un gobierno, cuya única ética es el mantenimiento de los escaños.

No. Nosotros no estamos “listos para la muerte”. No queremos morir y no queremos que nadie se ponga enfermo y se muera. No nos dejamos reclutar por el regimiento cuyo destino es la masacre. Somos desertores, rebeldes, partisanos.

Pretendemos que las cárceles se vacíen, que quien no tiene casa obtenga una, que los gastos de guerra sean cancelados, que a todo el mundo se le garanticen análisis clínicos, que cada uno tenga los medios para protegerse a sí mismo y a los demás de la epidemia.

No queremos que solo sobrevivan los más fuertes, nosotros queremos también que quien haya vivido mucho, pueda seguir haciéndolo.

Queremos que quien se encuentre mal pueda tener a su lado a alguien que le ame y que pueda reconfortarlo: con dos cazabombarderos F35 menos podríamos tener trajes protectores y cada protección necesaria para que nadie más se muera solo.

¿Irá todo bien? ¿Lo conseguiremos? Depende de cada uno de nosotros.

Los compañeros y las compañeras de la Federación anarquista de Turín, reunida en asamblea el 15 de marzo de 2020.

Dedicamos este nuestro texto a la memoria de Ennio Carbone, un anarquista, un médico que ha dedicado su propia vida a la investigación científica, intentando quitársela de las voraces manos de la industria que solo financia lo que le renta.

Él en tiempos insospechados, nos habló del riesgo de una pandemia como la que vivimos hoy.
En estos días difíciles echamos de menos su voz, su experiencia.